Taller de Expresión 1 - Cátedra Reale - Comisión 56
ABURRIDO
La noche ya está en su punto álgido, las
conversaciones "de adultos" parecen no agotarse jamás, los más
grandes salen al patio o se asoman a la ventana para fumar, los más chicos
corren por toda la casa esquivando muebles o parientes y en el medio estoy yo:
hastiado hasta el cansancio. Es en esta casa donde hermanos, tíos, primos,
primos segundos, amigos, amigos que son como hermanos y todo lo que se asemeje
a un ser querido encuentra un lugar donde sentirse a gusto; pero yo estoy
aburrido. La casa de la abuela es linda, antigua pero muy bien cuidada, a
mí siempre me fascino el jardín delantero, tiene una enredadera enorme que
cubre las paredes exteriores y se enrosca entre las verjas cubriendo casi la
totalidad de la entrada, como resguardando a sus habitantes de la mirada ajena.
Hay plantas y verde por doquier en ese paraíso de diez metros cuadrados,
únicamente decorado por sus macetas, algunas -las de mi gusto-
grecorromanas, desgastadas e intervenidas por el musgo y otras más simples, con
aspecto de feria artesanal. Solo un recipiente desentona con el lugar, un bidón
transparente cortado por la mitad con un mínimo de agua turbia dentro que
hace de cenicero, el cual, para fastidio de la dueña de casa, los fumadores
parecen ignorar. Ahí es donde me voy a sentar, con la esperanza de
encontrar en el exterior algo que me entretenga. Y así lo hago, me siento en el
umbral, casi camuflado entre el follaje y miro a los transeúntes y observo las
ventanas vecinas, algunas diminutas desde mi óptica, y todo lo que sucederá detrás
que jamás me voy a enterar pero siempre puedo inventar. En frente a la casa de
la abuela hay una casona antigua que funciona como una pensión pero que,
seguramente en poco tiempo, sea el nuevo
negocio inmobiliario de algún garca. Me enfoco en una
abertura en particular, de rejas oxidadas y curvas, como si tuvieran panza,
detrás las cortinas están abiertas de par en par y la luz naranja de
la habitación me deja ver con detalle a un joven que inspira mi
imaginación:
Alejandro se disponía a cambiar de rumbo, a
sus veinte pocos estaba más curtido que un inmigrante de la posguerra,
trabajaba desde la infancia y la militancia no le había dado más que
moretones y algunas anécdotas para la posterioridad. Era flaco,
flaquísimo, al estilo Spinetta, de cabello renegrido y mirada brillante, triste
pero fuerte. Los años en Montoneros no iban a salirle gratis, la pobreza lo
llevaba de la mano y los milicos siempre andaban al acecho. La fe era su
mayor aliada, lo único que su vieja le había podido heredar, además
de la responsabilidad sobre sus hermanos. Tanto es así que juntó sus
porquerías y se metió en un seminario, al lado de la Parroquia Nuestra
Señora del Valle, donde de pibe iba cada año a ver si Los Reyes le
habían dejado un regalo. Empezó el sacerdocio como una huida pero
encontró allí un camino, quedo encantado con la filosofía y
la teología, ahora, además de techo y comida tenía pensamiento crítico. La
práctica la adquirió en el barro y la teoría en los libros.
Una tarde, entre hostias y vinajeras, mientras
le alistaba a uno de los sacerdotes su misa, el Padre Luis se le acerca para
conversar, algo habitual. Alejandro sumamente respetuoso, como pobre que
encuentra caridad, se disculpa con el clérigo por estar tomando mates mientras
hace sus quehaceres.
-Nada que disculpar pibe, cebame uno -le responde el
cura mientras lo observa trabajar.
-Cierto que usted es de los copados -dice Alejandro
sonriendo mientras le pasa el mate enlozado.
-Y decime una cosa... ¿aún la conservas?
Alejandro traga saliva y lo mira un tanto desconcertado
por sacar el tema.
-Sí, está en mi cuarto, bien
guardada como me ordeno usted.
-Te aconsejé -interrumpe
el cura.
-Usted me aconsejo y el otro me
ordeno -contesta revoleando los ojos.
Como si de pronto el respeto se disipara y su espíritu
rebelde se negara a aceptar las jerarquías.
-El otro es el Padre Mario y es el
líder de esta congregación, deberías estarle agradecido que no te echo cuando
se entero. Él y yo sabemos que tenes curtido el cuero, sabemos de donde venís -Alejandro
se torna serio-. Pero no te preocupes -agrega- somos
feligreses encomendados a Dios y lo sabes muy bien. Ningún milico se va a
atrever a entrar más que para una confesión.
-Muchas gracias Padre Luis, en usted realmente puedo
confiar. Si ustedes quieren la puedo tirar pero me da
una seguridad que ningún rosario puede dar...
-Un rosario por sí solo no, pero
no subestimes el poder de la fe hijo mío, menos cuando lo tenes encima a
él -dice mientras ambos miran hacia arriba al Jesús semidesnudo que
les cuelga encima.
-El es otra víctima. Bien le
habría venido tener una -remata Alejandro.
-¡ESTÁ LA COMIDA! -grita
entusiasta la abuela.
Vuelvo en mi y la luz naranja parece haberse apagado
hace rato, hasta la persiana esta baja, evidentemente el vecino fue
solo un disparador para que mi mente aburrida se abstraiga. Ahora el cura y
Alejandro pasan a segundo plano. Es que uno no se puede resistir a una comida
de abuela, mucho menos llegar tarde a la mesa por andar divagando sobre
pordioseros y sotanas. Pienso en todo el tiempo y esfuerzo mental perdido
al renegar del aburrimiento y cuanto más podría haberlo aprovechado
inventando Alejandros.
Tomás Avalis.
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