Taller de Expresión 1 - Cátedra Reale - Comisión 56
NUESTRO VIAJE A MENDOZA
Era Diciembre, la gente andaba más apresurada que de
costumbre, planeando las juntadas de fin de año y con la esperanza boba por las
buenas nuevas del primero de Enero. Con Juan aun no definíamos nada, su
cumpleaños es el último día del año y la parentela del interior reclamaba por
ambos, pero nosotros queríamos viajar solos a algún destino desconocido. Él es
mi novio, convivimos hace más de un año, me abrió su corazón y las puertas de
su casa para que construyamos juntos nuestra historia, una historia en la que
nos esforzamos porque el goce sea la prioridad. Así pues, cada vez que podemos
nos embarcamos en experiencias donde compartir y disfrutar sea lo único
importante. Nos encanta el vino y los viajes largos así que nos decidimos por
visitar Mendoza. Son 12 horas de viaje y más de 1000 km de distancia desde
nuestro departamento en Balvanera hasta la capital cuyana. Debíamos alistar el
auto, buscar alojamiento, averiguar por sitios para visitar, entre ellos una
bodega por supuesto, y decidir la fecha. Para mi suerte el adulto responsable
de la relación es Juan y se encarga de la logística, por mi parte soy el
encargado de organizar equipaje y víveres… siempre tuve alma de ama de casa y
pasión por organizarle la vida al resto a mi gusto y piacere.
La provincia de Mendoza es muy
grande y variada, sabíamos que en un único viaje no podíamos conocer todo lo deseado.
Yo soñaba con cruzar la Cordillera de los Andes y vivir una aventura épica a lo
San Martín, pero fui racionalizando mis expectativas para dejar de lado esa
sensación contradictoria que me invade cada vez que voy a conocer a algún lugar
nuevo: disfrutar al máximo, sacarle el jugo a la experiencia, tomar lindas
fotos y armar un posteo popular y digno de muchos likes... la estupidez humana
básicamente, mientras más lejos me mantenga de eso mejor va a ser. Es que todo
es mucho más simple de lo que parece y el disfrute no es la excepción, no se
puede planificar, se vive y goza en el momento mismo en que está sucediendo. Con
esa idea en mente elegimos qué sitios priorizar y una vez allí dejarnos llevar
por el fervor del momento, lo único a seguir en el inexistente cronograma era el
horario de desayuno del hotel.
El día del viaje arrancamos a las seis de la
mañana, recuerdo que pospuse la alarma y los cinco minutos de changüí se sintieron como un
parpadeo. Juan no mostraba intenciones de levantarse, es que en época de
vacaciones abandonar la cama tan temprano debería ser ilegal. Tuvimos la
brillante idea de salir el 26, con toda la resaca de la Navidad encima (que era
mucha), la noche anterior había dejado el equipaje alistado y la ropa con la
que viajamos en la esquina de la cama. Lo primero que hice al salir de la cama
fue poner la pava para el mate, pocas cosas nos gustan tanto como encarar la
ruta y compartir unos verdes mientras la playlist va corriendo sola. A
continuación el paso a paso: corto
jengibre para ponerle al termo, tamizo la yerba -demasiado polvillo para mi
gusto- y le pongo unas flores de manzanilla, doy unos sacudones al mate y está
listo para cebarse. Los primeros van con agua tibia para no quemar la yerba y
ser amable con el estómago, siempre con meticuloso cuidado para que no se
desmorone la montañita de yerba que debía durarnos varios kilómetros.
Juan se fue a la cochera a buscar
a Alicia, el auto, y la odisea de bajar los bultos quedó bajo mi
responsabilidad, tarea que no conlleva mucho esfuerzo pero que me fastidia
soberanamente, básicamente hasta que no estoy sentado mirando un punto fijo en
el asfalto no me relajo. La conservadora cargada de tentempiés para el viaje,
botellitas de agua, algunos víveres básicos y bebidas burbujeantes para el Año
Nuevo; la mochila electrónica -como me gusta llamarla- que lleva todos los
dispositivos de entretenimiento como notebooks, parlante y cargadores con su
respectivo cablerio; la valija grande para los dos con ropa de más que sabemos
que no vamos a usar y el equipo de mate, por supuesto. Con todo lo dicho encima
más la almohada de viaje rodeándome el cuello baje por el ascensor directo al
baúl que me esperaba abierto en la vereda.
Finalmente partimos, post visita
a la panadería del barrio. Cruzamos la región del AMBA y la llamada “Carretera Libertador General San Martín”,
mejor conocida como Ruta Nacional 7, se convirtió en nuestra fiel acompañante.
Durante el viaje la radio empezó a fallar y, a la nula señal de emisoras, se
suman fallas de audio. Agradezco a mí mismo haber empacado el JBL y a quien
corresponda la invención del bluetooth… no hay razón para viajar en silencio si
la charla se agota. La playlist que descargué tiene más de 14 horas de música
que va desde Charly García y Fito Paez hasta Nathy Peluso y Madonna, pasando
por Joaquín Sabina, Silvio Rodriguez y Nina Simone entre otros artistas
diversos.
Me sorprendí al
pensar que para llegar a destino atravesamos 4 provincias: Buenos Aires, Santa
Fe, Córdoba y San Luis, y pasamos cerca de La Pampa, mi lugar natal. Me dieron
ganas de desviarnos un poco y visitar a la familia, ignorando que ese desvío son
unos cuantos cientos de kilómetros y varios litros de combustible.
En el
transcurso, entre mates y panificados, reflexioné sobre el conflicto que existe
entre Mendoza y La Pampa. La pelea por el agua del Rio Atuel se remonta a 1918
y se originó por la construcción de la represa El Nihuil en la tierra de los
vinos, la cual afectó la flora y fauna y a pobladores del oeste pampeano, que
se vieron obligados a migrar por el impacto ecológico. A pesar de que la disputa llegó a la Corte Suprema de
Justicia, que declaró al río como “interprovincial”, y
de los múltiples reclamos a lo largo de los años, todavía La Pampa continúa sin
agua. O sea que en pos de un recurso natural un distrito se lo roba a otro,
algo así como solucionar la violencia con más violencia. Mientras miraba por mi
ventanilla el paisaje que corre a 120 kilómetros por hora, advierto las formas
inescrupulosas que, en general, nos imponen los gobiernos de turno en nombre de
fronteras que actúan como límites y dividen a la sociedad, posicionando a los
individuos de un lado o del otro. En esta lógica, antes que humano necesitado
de agua para vivir, el otro es de antemano distinto, con otro origen, con otro aspecto,
con otra idiosincrasia y con otros valores. El otro pasa a ser enemigo solo por
haber nacido en un lugar diferente al propio y por lo tanto puedo actuar sin
tener en cuenta las consecuencias que mis actos le imponga. Atuel -nombre del
río robado- proviene del vocablo puelche “Latuel” que significa “alma de la
tierra” y evidentemente, como nos enseña constantemente la justicia de este
país, puedo cortarle el alma a la tierra y continuar viviendo impunemente,
aunque sea en desmedro de una provincia entera. Me atrevo a decir, sin dudas,
que una parte del vigor de Mendoza es el que le arrebataron al noroeste
pampeano.
Pasaron varias
horas mientras craneaba esa reflexión que resumí en poco más de un párrafo… me
descuidás un segundo y me pongo a hacer teorías sociológicas de poca monta. A
esta altura ya conocimos cada estación de GNC que se nos cruzaba en el camino y
sus respectivos baños, ya paramos por medialunas en Atalaya, ya compramos
productos regionales al costado de la banquina, ya atravesamos controles policiales
de todo tipo y fronteras geográficas y culturales, aunque estas últimas estén solapadas.
Dejamos atrás un monumento al cemento por cerros que se elevan imponentes sobre
el horizonte, todavía no llegábamos y la cámara de mi celular había realizado
múltiples intentos fallidos por registrar la belleza que contemplaban nuestros
ojos. El último tramo fuimos acompañados por los viñedos que descansan al
costado de la ruta y se lucen con Los Andes de fondo.
Al ingresar a
la capital mendocina nos asombramos de la infraestructura con la que cuentan
-digna de una ciudad capital y turística- de lo frondosas que son sus calles y
del estilo arquitectónico de los edificios. Investigando un poco me entero que
en 1861 un terremoto transformó para siempre la apacible vida mendocina con la
muerte de dos tercios de la población y destruyendo la casi totalidad del
caserío. Con la ciudad devastada se inició el debate acerca del futuro del
lugar, si debía ser reconstruida en el mismo sitio o trasladada a otro sector,
así fue como se fue gestando la mutación entre una ciudad vieja pre-terremoto y
una ciudad nueva posterior, que dio lugar a la que conocemos actualmente.
Como buenos
burgueses nos alojamos en el Hotel Mendoza, galardonado con 3 estrellas y
ubicado en el centro, a una cuadra de la Plaza Independencia, la típica Plaza
San Martin y la Plaza España, cada una con su arquitectura y belleza
particular. Hicimos el check-in y nos apresuramos a conocer nuestro cuarto del quinto
piso, no sin antes husmear todo el resto del hotel. En el último piso está el
restaurante, completamente vidriado como para desayunar admirando los picos
nevados de la cordillera que bordea la ciudad. Hay también una pequeña terraza
y una pileta climatizada como para que el calor sea más llevadero y el relax completo.
Nos encanta desconectar de la vida porteña y conectar con la naturaleza, pero
también conocer nuevas metrópolis y formas de vida, por eso la elección del
destino y el hospedaje. Hecho lo dicho, tocaba salir a hacer el primer avistaje
de los alrededores: centro de turismo, mercados cercanos, lugares para comer, la
famosa peatonal, vinotecas, etcétera. Nos fascinó la cantidad de forestación en
las calles, no hay cuadra sin sombra, el verde se mezcla con los tonos azules y
violáceos de las montañas, la temperatura superaba ampliamente los 30 °C pero por alguna razón que desconozco se sentía
sumamente agradable.
El primer día lo dedicamos al turismo
citadino, la Plaza Independencia rebalsa de árboles y la fuente central dispara
chorros de agua constantes. Letras de un metro de alto, al estilo Hollywood
precarizado, escriben el nombre de la provincia en colores cálidos y adornan el
centro de la plaza junto con el escudo provincial. En el mismo espacio donde
vecinos y turistas pasean con mate en mano o latita de birra -según la
temperatura corporal-, se le da lugar a la cultura local con parlantes que
musicalizan el momento y hasta un museo que prioriza a sus artistas. El MMAMM (Museo Municipal
de Arte Moderno de Mendoza) se originó en la década del ´60 y se encuentra
desde 1991 en el subsuelo de la plaza en un edificio impoluto y minimalista que
hace alarde de ser una institución orientada a la promoción del conocimiento y
la preservación de la cultura artística mendocina. Lo recorrimos todo y fue
maravilloso perderse entre pinturas, libros y esculturas de gran porte y
belleza, no puedo opinar si no más bien adjetivar subjetivamente ya que carezco
de los conocimientos para hablar de técnica.
Al día siguiente, post desayuno, nos ponemos
en modo excursionistas y nos alistamos para salir de nuevo a la Ruta 7, esta
vez por caminos de ripio. Atravesamos Gran Mendoza, vislumbrando a la pasada
decenas de bodegas: Tierras Altas, Benegas,
Carmelo Patti, Bonfanti, Norton, Cobos, Ruca Malen entre otras. Bordeamos el
Rio Mendoza y a través de las montañas, literalmente, hasta detenernos,
primeramente, en Potrerillos. Como si la aventura de la curva y contra-curva no
fuera suficiente estímulo, el camino está lleno de túneles que pasan por dentro
de la montaña, lo cual, para un oriundo de la llanura pampeana y acostumbrado a
la vida citadina, fue todo un espectáculo. El túnel que une Cacheuta con
Potrerillos nos tomó de improviso, todo es oscuro hasta que en un momento una
postal deslumbrante, cual fondo de pantalla de Windows, te golpea la retina. El
Lago Potrerillos aparece en escena enmarcado por el arco de la caverna que
transitamos, está cercado por una cadena de cerros que parecen protegerlo y es
de un turquesa intenso que combina perfectamente con el celeste del cielo, sumamente
hipnótico. Nos salimos de la carretera para admirar detenidamente el esplendor
de la naturaleza, otros turistas tuvieron la misma idea y, aunque hay un cartel
que advierte: “prohibido bañarse”, el calor abrasador del mediodía cuyano y la
transparencia del agua fueron más fuertes y decidimos mojar las patas.
Respirando azul clarito tomamos instantáneas de todos los ángulos posibles,
desesperados por hacer de ese un momento eterno. Una hora después volvimos al
auto, siempre admirados del entorno.
El miedo a que nos agarrase la noche en
semejante camino nos obligó a dejar de lado algunos destinos del trayecto pactado,
entre ellos: la localidad de Guido, el famoso puente de Picheuta, solo un paseo
dimos por Uspallata y nos saltamos Polvaredas, Punta de Vaca, y la época no nos
coincidió con Penitentes. En todo el rosario de pueblitos, que va desde Mendoza
hasta Chile, hay campings y albergues y se puede practicar turismo aventura de
diferentes niveles de exigencia, como rafting, rappel, escalada y trekking. Los
gigantescos camiones que aparecen de repente entre las curvas nos mantuvieron
alerta el resto del recorrido hasta llegar a Puente del Inca, a menos de 20
kilómetros de la frontera con Chile y a 2719 metros sobre el nivel mar. Bajamos
y tomamos conciencia del punto geográfico en el que estábamos, también nos
percatamos de que la temperatura había descendido a menos de 15°C y el verano
parecía ser cosa del pasado. Tuvimos suerte por la temporada en que fuimos y la
cantidad de turistas en el lugar estaba reducida -al parecer la nieve es más
estimulante- por lo que las atracciones se admiraban mejor y con mayor
comodidad. Un restaurante familiar que hace de estacionamiento, una feria
artesanal de color arcilla y madera que exhibe tejidos de lana y piedras preciosas,
los perros echados al sol y un caballo sin jinete completaban la bendita pintura
plasmada sobre montañas de punta blanca que parecían invitarte a escalarlas.
El monumento natural yace suspendido a 27 metros
sobre el río, tiene casi 50 metros de longitud y 28 de ancho. Un lugarteniente
nos contó que está enmarcado por los cerros Banderita Norte y Banderita Sur, y
formó parte del antiguo Camino del Inca. Cuenta la leyenda -siempre hay una
leyenda circundante- que el hijo de un gran jefe indio estaba afectado por una
extraña enfermedad, los rumores sobre unas vertientes curativas en las
cercanías hicieron que el hombre llevara a su hijo hasta el lugar. Un río
furioso corría por una profunda quebrada y le impedía llegar al destino
milagroso, por lo que sus hombres formaron un puente humano para que el hombre
pasara cargando a su hijo moribundo. Se decía que la sanación era posible en el
lugar de las aguas que brotaban de la tierra. Al volver a cruzar y mirar hacia
atrás, sus guerreros habían quedado petrificados, dando forma al Puente del
Inca. Debajo del mismo hay fuentes termales -las que se encuentran a mayor
altura en Argentina-, su agua contiene hierro y otros minerales que le dan la
característica ferruginosa a la formación rocosa de colores naranjas, ocres y
amarillos con pinceladas verde alga. Según se dice los poblados indígenas
conocían la zona desde antes de la conquista española y acudían para aprovechar
la surgente natural, para curar diversas dolencias. A unos 200 metros del
Puente, en la ladera norte del cerro Banderita Sur hay una capilla que está
prolijamente labrada con piedra natural, condición que la amiga al paisaje. Más
atrás: las ruinas de lo que alguna vez fue un grandioso hotel.
La tarde estaba cayendo y embelesados por el
panorama nos disponíamos a almorzar en el restaurante, solo un mozo para
decenas de viajeros hambrientos. En nuestro itinerario imaginario aun nos faltaba
llegar a la frontera, pisar suelo chileno, conocer el Paso de Uspallata y el Cristo
Redentor de los Andes -a 3854 de altura-, pero el relax de las vacaciones y la
noche que se acercaba nos disuadieron. En el camino de vuelta a la ciudad fantaseamos
con la idea de volver a intentarlo, con equipaje y tiempo suficiente como para recorrer
muchos poblados y, por qué no, extendernos hasta Valparaíso.
Al tercer día resucitamos de entre los
muertos, muertos de cansancio por la odisea del día anterior. Con termo en
brazo y mate en mano dedicamos la mañana a vagar por la peatonal y el centro
comercial, todo muy prolijo y amigable. Tan desacostumbrados a la vida en el
interior del país, no advertimos la pausa de “la hora de la siesta” así que por
la tarde fuimos a conocer el Parque General San Martin, el más antiguo y el
principal de la provincia. Fue diseñado en 1896 por el arquitecto Carlos
Thays, el renombrado paisajista francés, y abarca 17 kilómetros de recorridos,
307 hectáreas cultivadas y 82 de expansión. La entrada principal hace honor a
la magnitud del parque con dos monumentales portones de hierro forjado con
escudos dorados, faroles y un cóndor en el arco. De una variedad exquisita de vegetación,
está adornado con fuentes y esculturas, cuenta con múltiples circuitos y hasta
con un teatro. La sensación de caminar por allí fue sumamente placentera y el hecho
de que una metrópolis le dé semejante lugar a un espacio verde es digno de
replicarse. Volvimos varias veces a ese parque y compartimos algunos humos y
cervezas.
Llegó el momento de tomar vino: para el
mediodía de nuestro cuarto día reservamos una visita guiada, con cata incluida,
en la Bodega Trapiche que queda en Maipú y es reconocida por ser la más premiada
del mundo. Al ingresar, los viñedos señalan el camino que desemboca en un
edificio imponente de estilo renacentista, adentro la planta baja hace de museo
histórico y en el centro almacenan la sangre de Cristo en grandes barriles de
cemento. En el primer piso todo cobra sentido, es ahí donde se degustan los
vinos en un espacio confortable con un balcón corrido que da al patio trasero,
rebalsado de verde. Probamos dos tipos de uva Malbec, una Cabernet Sauvignon y
dos Chardonnay cosechadas cerca del mar. En el exterior deambulaban pavos
reales mientras algunos patos nadaban en un pequeño lago artificial, parecía
una escena de la novela de Lewis Carroll. La bodega también cuenta un
restaurante en el cual cocinan con verduras y frutas de su propia huerta con el
fin de minimizar la distancia entre el origen de la materia prima y los platos,
además de una tienda de regalos con precios exorbitantes. Después de una clase
magistral de enología y con unas copas encima, cerramos el día con compras
innecesarias en el centro comercial de la ciudad.
El 31 de Diciembre es el último día del año y
el cumpleaños de Juan, a la mañana le compré una torta en la panadería que hay
abajo del hotel y soplamos las velitas en la habitación. Estábamos deseosos de
naturaleza así que por la tarde planifiqué una caminata en la Reserva Natural
Divisadero Largo, la misma queda a las afueras de la ciudad y tiene una
extensión de 42 hectáreas. Según el folleto que nos dio el guardaparque es un área
representativa de la región precordillerana de la provincia, desde donde se
disfruta una vista panorámica de la ciudad, es un sitio de privilegio para
apreciar un compendio de más de 200 millones de años expuestos a la vista del
visitante, ideal para comprender la secuencia de períodos geológicos. Había
pasado poco más de una hora del mediodía y nosotros estábamos al rayo del sol realizando
un circuito de casi 3 horas a 1200 metros de altura, mientras la gente
organizaba su noche vieja.
Embriagados de sol, con la cara colorada y
tierra en las zapatillas volvimos victoriosos de la caminata. Subestimamos la
celebración de la noche y no reservamos ni compramos nada para una velada de
ese calibre. A la hora de la cena, Juan y yo nos encontrábamos buscando alguna
mesa libre en la escasa oferta gastronómica o alguna despensa que nos vendiera
algo para entretener la boca. Al cabo de un rato, con el cansancio del trekking
encima, regresamos resignados a nuestro cuarto de hotel. Yo me sentía mal, por
alguna razón sentía culpa por no estar en un típico evento de fin de año,
sumado a que era el cumpleaños de mi novio y me generaba impotencia pensar que
no estaba siendo el momento especial que debería. Finalmente, cerca de la
medianoche, en un clima de tensión, cenamos unos panchos insulsos de salchichas
hervidas en pava eléctrica, y brindamos con sidra 1888. Hoy, viéndolo en
retrospectiva, podemos decir que sí fue especial, ya que además de lo
anecdótico, estábamos juntos.
Lo que ocurrió el 1 de Enero es digno de
olvido, solo diré que hubo salas de espera, sueros, medicamentos y mucho
incordio, además de haber sido el día previo a nuestro retorno.
La mañana del segundo día del año iniciamos la
vuelta, de la ciudad de las cavas hacia la CABA -sí, fue un chiste-, no sin
antes abastecernos de vino y aceite de oliva. Recuerdo que en la ruta la
temperatura superaba los 40°C y yo viajaba tapado hasta la cabeza en estado
febril, no servía ni para copiloto. Hicimos escala en Laboulaye, un pueblito de
Córdoba, aproximadamente a mitad de camino. Pasamos la noche en un hotel
setentoso sobre la ruta y al día siguiente retomamos el regreso.
Tomás Avalis
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